Cuando empecé a indagar sobre el BDSM hará unos doce años aproximadamente buscando información sobre prácticas, vínculos, comportamientos, maneras y protocolo, me fascinaba encontrar debates y escritos muy bien argumentados, lúcidos y coherentes. Cuadernos BDSM fue un fantástico apoyo, así como algunas páginas y webs en donde se encontraban artículos de calidad, algunas ya desaparecidas o engullidas por la web. Fue muy importante para mí ir dando con personas que me iban informando, me señalaban por dónde o qué perfil seguir en Fetlife cuyo conocimiento no se basaban en fantasías sino en una práctica real y viva.
Hoy, al observar las dinámicas en redes sociales y foros actuales, ese ecosistema de conocimiento compartido parece haberse transformado. Los debates argumentados han dado paso a descalificaciones rápidas, y la experiencia acumulada se ve cuestionada no por sus méritos, sino por su antigüedad. El «BDSM de verdaz«, los «sadosaurios«, la «old school» son algunas de las denominaciones que se vierten en las veloces redes sociales, haciendo verdaderas batidas contra algunos perfiles por usar formas de expresarse que, a juicio de quienes vierten estos calificativos, son obsoletas y no parten de ninguna base fundamentada, dado que, como bien argumentan, no existe la biblia del bdsm, no hay una enseñanza reglada ni nada que se le parezca.
¿Pero acaso existe alguna autoridad central en ámbitos tan personales e íntimos como la sexualidad o las relaciones humanas? El BDSM, como cualquier expresión sexual, vincular y/o social, se construye a través de consensos, experiencias compartidas y códigos éticos que emergen de la propia comunidad, no de manuales oficiales o gurús autoproclamados. La contradicción es evidente: quienes critican la falta de fundamento de otros tampoco poseen autoridad alguna para ser árbitros de la autenticidad.
A mi juicio, lo que destila todo este discurso me recuerda mucho al edadismo. Pero se trata de una variante particular: no es solo discriminación por edad cronológica, que pudiera ser que también por las sorprendentes coincidencias de ambas parcelas, sino por ‘edad comunitaria’ – por llevar tiempo en la escena, por conocer códigos anteriores, por haber vivido el BDSM cuando se transmitía de forma más silenciosa, más oculta y protocolaria.
Es un edadismo que se disfraza de progresismo, que confunde la evolución natural de las comunidades con la necesidad de descartar todo lo anterior, el todo vale porque a mí me conviene. El medir el discurso de toda una comunidad a través de mi propio parecer, de mis propios gustos y de mi propia conveniencia. Por supuesto que el BDSM debe adaptarse a la situación real de quienes lo viven pero de ahí a tirar por tierra todo lo que a ellos les parezca conservador, viejo o trasnochado pues tampoco.
Porque resulta paradójico: quienes critican a los veteranos por sus «protocolos obsoletos» a menudo ignoran que esos mismos protocolos surgieron precisamente de décadas de reflexión ética, de errores aprendidos, de situaciones límite que enseñaron la importancia del respeto y la precaución.
La verdadera obsolescencia no está en usar cierta terminología o seguir determinados rituales, sino en olvidar por qué existen. En confundir la forma con el fondo. En creer que innovar significa descartar la prudencia acumulada por generaciones de practicantes. En creerse original sobre algo que ya se había experimentado, o rechazar experiencias muy valiosas sobre técnicas, cuidados y protección porque no nos gusta cómo se expresa la persona o la desautorizamos porque nos resulta casposa en el trato y en las formas.
Una comunidad que menosprecia su propia memoria ética está condenada a repetir errores ya superados, a reinventar ruedas que ya giraban perfectamente, y – lo más grave – a perder de vista que el BDSM no es un juego de poder sobre otros, que también, sino un ejercicio de responsabilidad hacia otros.
Y al hablar de ética, no estoy idealizando el pasado ni negando que siempre ha habido depredadores y personas sin escrúpulos en todos los roles, igual que tampoco afirmo que quienes llegan ahora al BDSM sean todos incendiarios o almas cándidas. Siempre ha habido y habrá de todo: lobos y corderos.
Pero las normas, protocolos y rituales del BDSM tradicional nacieron precisamente de una aspiración ética: crear marcos que facilitaran el respeto mutuo y la consideración recíproca en la comunidad. Que algunos los hayan usado para abusar no invalida esa premisa inicial, del mismo modo que el ‘todo vale’ actual tampoco garantiza respeto y sensatez.
Ante este panorama de desgaste y cuestionamiento de los que antes fueron valores fundamentales, no es extraño que las personas maduras vayan retirándose progresivamente, pues se sienten cada vez más fuera de lugar, menos respetadas y cuestionadas por los valores que para ellos son importantes.
Si a esto le añadimos que quienes llevan tiempo en el BDSM también enfrentan que la edad empieza a pasar factura en cuanto a que nos demanda más tiempo el cuidado y la atención de familia y trabajo, junto a presiones sociales de distinta índole; que necesitamos más tiempo para descansar y priorizamos de forma más enfática lo que nos hace bien y nos aporta frente a estar enredados en discusiones sin sentido, peleas absurdas en redes o tener que demostrar constantemente si es verdad o no lo que hacemos o decimos; lo que nos lleva a ir poco a poco en franca retirada.
El resultado es un retiro silencioso pero masivo. Personas con décadas de experiencia, que podrían aportar perspectivas valiosas sobre seguridad, ética y cuidado mutuo, prefieren refugiarse en círculos privados antes que enfrentarse constantemente a la necesidad de justificar su legitimidad.
Esta pérdida es doble: por un lado, la comunidad se empobrece al prescindir de un conocimiento acumulado; por otro, los propios veteranos pierden espacios que antes consideraban suyos, sintiéndose extraños en una comunidad que ayudaron a construir y en la que fueron respetados y reconocidos.
Pero quizás lo más preocupante es que este fenómeno no solo afecta a individuos, sino que fractura la transmisión generacional del BDSM. Cuando los puentes se rompen entre generaciones, se pierde algo esencial: la sabiduría que solo da la experiencia vivida, los matices que solo aportan los años, y esa perspectiva serena que permite distinguir entre lo accesorio y lo fundamental.
El BDSM maduro no es sinónimo de BDSM obsoleto. En muchos casos es sinónimo de BDSM reflexivo, cuidadoso y ético. Perderlo sería una tragedia para toda la comunidad, al igual que no respetar la visión de los jóvenes que se acercan implica rechazar esa savia nueva de la que todos los grupos sociales pueden y deben nutrirse.
ScheherezadeDom