Para Paul Ricoeur, el mundo del libro, la palabra escrita, abre un universo al lector desvelando ante sus ojos posibilidades infinitas. Lo que aquí dice el filósofo francés en su hermenéutica, lo mismo aplica para la palabra hablada.
La palabra, desde siempre, ha tenido una dimensión creadora, ordenadora y dadora de sentido. Lo que se nombra de algún modo se saca de lo ignoto, de lo informe, y se le dota de un orden, de un lugar en nuestro mundo. Es un pequeño acto de creación, como cuando por primera vez un bebé balbucea papá o mamá para nombrar lo que no es él e identificarlo.
En la antigüedad, la palabra tenía una reverencia religiosa. Dios, en la Biblia, por la palabra (“hágase”), crea sacando del caos la ordenación armónica, dotando de inteligibilidad a lo que existe. No es ya caos sin más nunca más: se puede conocer, aprender y comprender. Porque se puede nombrar.
Dios mismo, un poco más adelante, en el Génesis también, regala esa capacidad al ser humano: la capacidad de poner nombre, de ordenar, de dar un lugar, de conocer. La palabra consagra lo nombrado, lo separa, lo articula y lo dota de un lugar en el mundo.
Por eso, cuando en una relación de vínculo D/s, D dota de nombre y de collar a s, no solo la está nombrando. La está ordenando, le está dando un lugar en el mundo de D. A partir de ahora s es parte de su universo, de lo suyo, de lo que le pertenece, de lo que se ordena y se reconoce.
Al nombre se “ve” lo que se nombra. No solo con los ojos, sino con toda el alma. Te nombro porque te conozco, te reconozco y te quiero mía, en mi mundo. En mi universo. Eres parte de lo mío.
Esto implica que la palabra, la capacidad de ordenar e integrar, de armonizar (también lo negativo, lo malo, lo menos brillante), tiene que ser coherente. No puede ser sí y luego no, ni primero no y luego sí de modo arbitrario, porque sí, porque me apetece, porque no me apetece, porque me sale o porque no me sale.
La arbitrariedad caprichosa de los dioses griegos es lo que llevó a la filosofía clásica a dudar de ellos. Sobre el me apetece o no me apetece como criterio último no se puede ordenar una relación de vínculo.
La arbitrariedad como norma, y no como defecto, hace dudar de la palabra dada, y sobre la duda no se funda una relación D/s. Los filósofos pensaron, con razón, que aquellos dioses del Olimpo caprichosos y egoístas no podían fundar la realidad del amor, ni de la inteligibilidad, en una palabra, de la comunicación.
Porque comunicar, relacionarse, es querer entender, ponerse en el lugar del otro, es empatía, es inteligencia emocional, es desvelarse ante el otro y asumir vulnerabilidad.
La Palabra juega un papel único en las relaciones humanas y, por lo tanto, en el BDSM también. No es solo una cuestión de dar órdenes. Si s, teniendo vínculo con D, sabe que puede vacar en la palabra de D, que puede fundar sobre ella, que puede construir y confiar, abandonarse y mecerse, las sensaciones, experiencias y la pasión se multiplicarán exponencialmente para ambos.
Pero si D no posee una palabra performativa, si no hace lo que dice, si primero es sí y luego no… la relación entrará en una deriva donde es imposible construir, abandonarte y confiar.
¿Y qué es una relación D/s de vínculo sin confianza?
¿Cómo te puedes entregar a quien no te ve?
¿A quien hoy te nombra y mañana te olvida?
fidelservus